Octubre 2019-febrero 2020. Colección de Arte Amalia Lacroze De Fortabat. Buenos Aires, Argentina
La cabeza llena de pintura
“(…) Creo que el arte y la pintura no progresan sino que están en el tiempo como una eternidad incrustada una dentro de la otra” (…)”
Rómulo Macció
Chúcaro y arisco, descreía de la palabra para dar cuenta de la pintura, la que consideraba un oficio mudo, una práctica solitaria, una ciencia oculta. A regañadientes respondía en las entrevistas que la tela en blanco es una intriga, que sus pinturas empezaban en la cabeza pero que nunca sabía, de antemano, lo que iba a pasar cuando comenzaba una obra.
Macció tiene, para el imaginario del arte argentino, un aura de pintor maldito, de machote cabrón, hosco pero atractivo. Incluso hubo quien llegó a llamarlo el Marlon Brando de la pintura argentina. Pero más allá de estas notas de color, no cabe duda que Macció pintaba porque pintar le resultaba inevitable y, si bien se rehusaba con metódica terquedad a teorizar sobre lo que hacía, ciertamente la pintura le permitió construir imágenes reflexivas, de esas que no se agotan en el flipear de los dedos sobre la pantalla.
No lo conocí personalmente pero me gusta imaginarlo en su taller, en el de La Boca o en el de Montserrat, parado frente a la tela como un cardo, robusto y áspero, mirando quizás alguna fotografía que él mismo tomó, elucubrando qué aspectos de esa imagen mantener en la futura pintura y cuáles desechar, trazando así las primeras coordenadas de una obra, buscando la inflexión que le pareciera más apropiada según el tema que se propusiera representar. Los pintores como Macció, los de su estirpe, son dueños de una suerte de “inteligencia visual”, como si los razonamientos y las emociones que los hacen optar por un color y no por otro, trazar un plano así o asá, o encuadrar la imagen de una determinada manera, fluyeran en un devenir incierto pero sostenido, brotándoles de los dedos, empujados por una fuerza que no por ser familiar les resulta menos extraña.
Macció pintó ciudades -la suya, Buenos Aires- pero también otras que visitó o frecuentó durante diferentes períodos de tiempo. Y claro, Nueva York no podía dejar de ejercer su hechizo sobre él, un conjuro repleto de esplendores y miserias. Allí vivió casi tres años, entre fines de los años ochenta y fines de los noventa. Casi puedo verlo, apoyándose contra la vidriera de alguna librería donde se vende “La hoguera de las vanidades”, la novela que Tom Wolfe publicó en 1987, y que pinta un fresco descarnado de la capital financiera del mundo o deambulando de noche por PJ Clarke’s, lamentándose de la velocidad con que la gentrificación transforma una bella ciudad en una fortaleza consumista.
Nueva York ofició de escenario perfecto para que Macció probase, una vez más, la enorme capacidad expresiva y narrativa que tiene la pintura. Mattise solía decir que probablemente no había motivo más difícil de pintar para un verdadero artista que una rosa porque, para pintarla, había que olvidarse y desandar todas las rosas pintadas con anterioridad. Algo así sucede con Nueva York, un tópico visitado hasta el cansancio por artistas, directores de cine, escritores, poetas y fotógrafos. Llamados a evocar alguna imagen icónica de la ciudad, seguramente nos costaría distinguir si es propia o prestada, si proviene de nuestra experiencia por haber estado allí o si la vimos en alguna película de Woody Allen, una foto de Berenice Abbot, una pintura de Hopper o la leímos en alguna novela de Fitzgerald o Capote. Nada importa si las épocas se arremolinan de adelante para atrás o viceversa, aquí lo que vale es el anacronismo implícito en la frase de Macció que sirve de epígrafe a este texto.
Y sin embargo, a pesar de las innumerables imágenes de Nueva York que se agolpan en nuestra memoria, esta serie logra resignificarlas a todas; en realidad, Macció las utiliza consciente a veces, inconscientemente otras, las deglute, las fagocita para devolverlas frescas ─recreadas─ en sus propias obras. Porque en estas pinturas no solo sobrevuelan las paradojas de una ciudad tan desigual como seductora (If I can make it there, I’ll make it anywhere) sino que se encuentra cifrada buena parte de la historia del arte. En efecto, ¿Cómo no reconocer la delicadeza intimista de los paisajes de Edouard Vuillard o Pierre Bonnard en Yuppies at Trinity Church? ¿O la gravedad solemne y solitaria de las arquitecturas redondeadas de Edward Hopper? Advertir, incluso, esa particular tensión entre figuración y abstracción tan característica de la Otra figuración, especialmente en aquellas obras en las que Macció plantea juegos de reflejos (de autos, de vapor) sobre las fachadas espejadas de los edificios; y ni qué hablar del alarde de virtuosismo compositivo (una verdadera canchereada) al dejar en blanco la mitad de la superficie del cuadro para representar una coqueta callecita del Uptown cubierta de nieve.
Se trata entonces de imágenes construidas, elaboradas a partir de una síntesis personalísima que, si bien parten de algunas ideas de la realidad, se alimentan también de la memoria y de toda la carga subjetiva que esta conlleva. Claro, también cuentan sus propias fotografías ⎼que Macció consideraba meros bocetos, a pesar de que se vendieran carísimas⎼ y cualquier otro factor que pudiera aparecer en el hacer y que él considerase apropiado para deconstruir el cliché, para dinamitar el estereotipo de una metrópoli vista una y mil veces.
En este sentido, Mercedes Casanegra –quien se ocupó del derrotero de la Nueva Figuración pero también de la obra singular de Macció⎼ sostiene que sus pinturas no poseen una pretensión realista sino que su propósito es mucho más ambicioso: “Evocar, a través de la pintura, su cualidad misteriosa que es convertir a lo real en suprarreal, en una categoría que reside en el maravilloso puente entre lo visible y lo invisible”.
“Tengo la cabeza llena de pintura”, le confesaba Macció a Fernando García en una de las pocas entrevistas en las que no se lo percibe tan incómodo. “Pinto mucho en la cabeza. En la tela lo plasmo, pero nunca sale igual. Se va transformando. Nunca podés llevar la obra al ideal que soñaste”.
Nunca sabremos cómo se vería ese ideal no alcanzado al que Macció aspiraba llevar su obra pero quizás eso sea lo mejor. Al fin de cuentas, ¿qué vendría a ser una pintura ideal, la que se amoldó perfectamente a la idea? ¿La que no permitió que se colaran los desvíos?
Fueron la fuerza, el dinamismo y los fuertes contrastes de la ciudad de Nueva York ⎼con su capacidad de reunir lo mejor y lo peor del mundo, según sus propias palabras⎼ lo que conmovía a Macció, además del olor a cebolla frita, a imprenta, a cartón… Hoy, conmueve ver que estas obras siguen respirando vitalidad y que son el mejor testimonio de la máxima que el artista solía machacar: “en pintura, la pintura es lo más importante”.
Florencia Battiti
1. César Magrini. “Rómulo Macció. Duende de La Boca”, http://proa.org/esp/exhibicion-proa-romulo-maccio-pinturas-de-contaminacion-y-olvido-2-textos.php (Consultado el 24/08/2019).
2. Fernando García. “Rómulo Macció. Uno siempre piensa que va a hacer algo mejor, pero nunca se llega a la obra ideal”, Buenos Aires, La Nación, 13 de septiembre de 2015.
3. Victoria Verlichak. “Rómulo Macció y Juan Becú: una herencia”, Buenos Aires, Revista Noticias, 24 de enero de 2017.
4. Op. Cit.